Ignacio Ramonet.─ Fidel ha muerto, pero es inmortal. Pocos hombres conocieron la gloria de entrar vivos en la leyenda y en la historia. Fidel es uno de ellos. Perteneció a esa generación de insurgentes míticos – Nelson Mandela, Patrice Lumumba, Amilcar Cabral, Che Guevara, Camilo Torres, Turcios Lima, Ahmed Ben Barka – que, persiguiendo un ideal de justicia, se lanzaron, en los años 1950, a la acción política con la ambición y la esperanza de cambiar un mundo de desigualdades y de discriminaciones, marcado por el comienzo de la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
En aquella época, en más de la mitad del planeta, en Vietnam, en Argelia, en Guinea-Bissau, los pueblos oprimidos se sublevaban. La humanidad aún estaba entonces, en gran parte, sometida a la infamia de la colonización. Casi toda África y buena porción de Asia se encontraban todavía dominadas, avasalladas por los viejos imperios occidentales. Mientras las naciones de América Latina, independientes en teoría desde hacía siglo y medio, seguían explotadas por privilegiadas minorías, sometidas a la discriminación social y étnica, y a menudo marcadas por dictaduras cruentas, amparadas por Washington.